Era un hombre que había conseguido prosperar en una vida dura. Cada mañana arreaba el jumento hacia los campos castigados por el sol y arañaba, cuidaba, recogía, sudaba. Pagaba al recaudador su inicua parte y disfrutaba de su esposa y sus hijas, que preparaban su jornal y ayudaban con la doma de la tierra. Se hacía viejo y habiendo adquirido otros campos feraces, pudo arrendar aparceros que la aliviasen la carga. Su familia se reunía en torno a él las noches, e invitaban al barbero, al cura, y a algunos bachilleres para que les contaran historias.
Era lo mejor del día. Contra las luchas de los buenos caballeros cristianos, limpiando la mala hierba y protegiendo la fé, su campo, ¿qué valía?. Y así fue como Enrique Sánchez sintió lo que tú lector, ya has sentido otras veces: la frustración de vivir en un mundo del que ha desaparecido la edad dorada y en el que no somos protagonistas de hechos épicos y apasionados. La hacienda que lo había atemperado y apagado el temor del hambre, también había enfriado su sangre y adormecido su coraje sediento. Pero la vida del hombre está llena de estos asuntos y mal que bien, hay que saber el pan que alimenta y el que da vida. Así que seguía llevando sus asuntos con diligencia y soñaba en privado.
Un día, mientras estaba en una feria, vio un puesto de manuscritos. Aunque no sabía leer, distinguió algunos símbolos. Contrató después para sus cuentas a un morisco, que le contó la historia de un caballero andante por parajes remotos. Enrique entonces quiso proponerle un escrito de la historia a su manera, cambiando algunas partes, para su deleite privado. Pasaron días y noches componiendo, mientras las hijas y su mujer cuidaban y controlaban la Hacienda. Hubo épocas de confusión; su padre parecía otro, disperso y enfrascado en unas cuentas que no eran arduas.
Con su sirviente, seguía traduciendo el manuscrito de Cide Hamete Belengeli. Llamó al caballero Alonso y lo despojó de vigor, usando como modelo a un lejano tío que había sido excéntrico. Sus acotaciones rellenaban el manuscrito arábigo creando otro, del que creó a un autor, llamándolo Miguel de Cervantes en atención a un sobrino suyo que había sido bachiller en años y mudádose a la corte. Hablaría de la épica anhelada y como al fin, cuentan la esposa, la prole, la hacienda y los pocos amigos. Y por eso quiso ir con él y ser Sancho Panza, para, sin saberlo, aplicar la ironía a un mundo exaltado. Y quiso la suprema ironía que de él apenas quedara nada, salvo algunos papeles con su nombre torpemente escrito, intentando aprenderlo antes de volver al sol, al jumento y el arado. Su esposa los descubrió y sin saber que eran ni ver números, los perdió en el fuego. Días después, el morisco, con su texto aljamiado, partía hacia otros campos con sus manuscritos en la alforja y una sola orden: nunca decir el lugar en el que fueron creados.
PD1: La naturaleza prosaica de la realidad ha derrumbado imperios prósperos por un hastío vital que late en lo profundo del ser humano. Como el devenir de la exaltación provoca monstruos, que mejor lección que la de Cervantes, creando un mundo en el que Dios y la ironía tienen el mismo nombre.
PD2: Claro que he recordado este, antes de escribir. Como no hacerlo
Hasta pronto.
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