jueves, 20 de julio de 2017

Parábola del espejo roto.

Refiere un tomo apócrifo de Basilio de Cesárea que cuando el asceta Juan, más tarde Juan de Capadocia, aposentó sus plantas en la tierra donde moraban los aspirantes a santos, vió y oyó prodigios innúmeros: los estilitas que habían figurado un lenguaje sin símbolos y con sus ojos cerrados pretendían comunicarse entre ellos; los áureos, que se decían descendientes de Marta de Betania y buscaban la paz por el derrumbe físico; los seguidores de Plotino que abrazaron la gnosis y buscaban en las letras sagradas el nombre escondido de Dios.

Juan pasaba las tardes en oración y ayunaba los viernes, al parecerle que el día del Señor debería preceder al propio de la raza que no lo quiso conocer y, aunque parece una interpolación posterior del texto de Basilio o de sus seguidores, se dice que consagró en uno de sus sueños en los que caminaba por el desierto la iglesia dedicada a la sabiduría. De esta forma vengaba así su enemistad con el sumo Pontífice Higinio, que había denegado la doctrina de Juan de las aversiones de Cristo: Higinio había decretado que el Ungido, como encarnación de la bondad suprema, nunca repudió nada que la naturaleza ofreciese.

Largas eran las tardes bajo el sol del Este. Cuenta el docto Basilio, o sus seguidores en su nombre que un día Juan de Capadocia llegó hasta una tienda en la que los mercaderes de paso habían decidido pasar la noche. Como la luz declinaba y eran de fe irania, según la cual el bien y el mal nunca podrán vencerse el uno al otro y fuimos creados para ser espectadores de esa batalla, se divirtieron con sus extrañas inquisiciones, dogmas, apologías.En recompensa, le dieron un espejo cromado como los que hacen los libios. Juan, furioso por el símbolo que negaba la unidad de lo creado, lo rompió allí para asentar su doctrina. El espejo no existe nada más que cuando está roto y solo porque hay fragmentos que sabemos perdidos. Los mercaderes, admirados de su elocuencia le ofrecieron otros dones. Mas Juan declinó y volvió a su pequeña cavidad en la montaña blanca.

Hace tiempo que leí esta historia, revisada tantas veces. No hay mucho más que exprimir de ella, coincidiendo en mi dictamen con el que hizo ya Hofenhöller hace dos siglos, matizado por Jacques Montier. La vida es un misterio: siendo una, emana reflejos periódicos y calla a veces, pero es incomparablemente más grande que aquello que nos pasa.