jueves, 24 de diciembre de 2009

Esas noches buenas.


Jugábamos en las eras hasta que la oscuridad invernal hacía el frío demasiado pesado para seguir correteando detrás de un balón deshinchado, así que volvíamos por el camino asfaltado pasando por las puertas desvencijadas de otras casas y también por la puerta de nuestro corral, dónde se solía dejar el coche. A veces entrábamos por allí, y veíamos las cosas que había.

Y había guinchas (esos tenedores gigantes xD) que servían para aventar, separar el trigo de la paja, cribas que volvían a realizar la misma función y que yo siempre pensé que quizá me servirían algún día para poder buscar oro, las carlancas ya oxidadas que mi abuelo ponía a los perros cuando llevaba las ovejas del pueblo hacia el monte, para protegerlos de los ataques de los lobos, que buscan el cuello para morder allí, supongo que buscan la yugular. El trillo también estaba ya adornando el lugar sin uso reciente, pero hacía mucho que en esas eras en las que acababa de correr por la tierra endurecida por la helada, las vacas me habían llevado, dando vueltas, para poder trillar. A la derecha existía una pequeña habitación con otros artefactos ya viejos y que parecían descansar, trampas para ratones, pajareras, bozales...

Luego volvíamos a casa, donde los gatos nos trataban como a desconocidos y desconfiaban, mi abuelo solía estar en la cocina antigua a la lumbre, tomando un pequeño pedazo de pan con algo de carne (que a mí me parecía durísima siempre), o se había ido a la boega, y entonces íbamos allá, muchas veces no sin antes abrir las puertas del gallinero, para que las gallinas salieran y correr (o dejar que mis tíos o mi abuela corrieran) detrás de ellas para volver a meterlas en su sitio. Que cobardicas eran.
La bodega era (y es, supongo) una entrada en la tierra, a la derecha nada más entrar había un pequeño lagar que nunca vi usar, y bajando unos peldaños, se entraba en un pasillo muy oscuro y húmedo, con la única ayuda de unas velas muy finas enroscadas en sí mismas y cuya luz siempre estaba a punto de apagarse. En una entrada se veían los toneles, y de allí sacaban un poco de vino en la jarra para poder subir a beberlo a la entrada. Pero el calor del vino nunca ha sido para mí tan grato como el calor de la lumbre, así que no aguantaba mucho y volvía a casa, pasando por el riachuelo donde en verano veía a las mujeres lavar a la piedra, arrodilladas, y luegfo subiendo por las cuestas que dejaban los huertos a los lados, pasar por la plaza y volver a casa, donde en la cocina veía la tele y esperaba a la hora de cenar, molestando más que otra cosa, a ratos saliendo al corral a jugar, sacando la bici y dando vueltas buscando a alguien o cogiendo otra vez el balón y saliendo a jugar a la puerta con mi hermano y mis primos.

Cuando llegaba la hora de cenar eso era un guirigay, lleno de conversaciones intrascendentes, brindis, deseos, risas y voces. Y cuando terminaba, mi madre cogía una guitarra que debemos tener aún, desafinadísima, y cantábamos villancicos, después de escuchar a ver que decía el Rey (que entonces como ahora me parecía un coñazo, nunca entendía porque ese señor serio tenía que entrometerse en nuestra diversión). Y luego seguíamos hablando, los niños con los niños y los mayores con los mayores, esperando regalos y cogiendo la guitarra para desafinarla más aún, o la pandereta para dar el coñazo y que nos oyeran todos. Y después, nos íbamos a la cama que estaba muy fría y tardaba en calentarse (nunca me olvidaré de cuando soñé en esa cama que secuestraban a Marta Sánchez, yo la liberaba en plan Seagal, acabando con unos 150 malos o así, y luego ella se enamoraba de mí. Debía tener 6 o 7 años xDDDDDD). Y a la mañana siguiente, el primer rayo de sol nos hacía levantarnos como rayos también, para mirar todo lo que esperábamos que nos hubieran traído, que a veces se cumplía y a veces no. Y lo de los demás solía parecerme mucho mejor, siempre, salvo cuando me trajeron el coche fantástico, que me duró poquísimo. Y espués de desayunar, pues a las eras de nuevo, o al monte a ver los jabalíes, que nunca los veíamos. Pero aprovechábamos para jugar.

Así que en fin, hoy, que estaremos con mi abuela, porque mi abuelo ya no está desde hace años, y de los otros, a los que solíamos visitar en Reyes, mi abuelo también murió, y mi abuela está allí, pero en una residencia, pues tiene mal de Alzheimer (la visitaremos uno de estos días, creo que para ella no significará mucho, pero también nos hará recordar, ese gran don que ella ya ha ido perdiendo...), creo que recordaré esos días, y podré entender mejor un año más mayor, esa sonrisa leve y silenciosa que solían tener durante las comidas en las que nos juntábamos todos, y que me sorprendía, todos los demás estábamos chllando y ellos eran los que menos hablaban. Supongo que la felicidad era eso.

Feliz Nochebuena y Navidad a todos los que leaís la entrada, y espero que si ya no podeís contar con la presencia de alguien muy querido para vosotros, pues os apoyeís en los que siguen a vestro lado para recordarlos y caminar mejor. un abrazo especial para vosotros, y un abrazo general para todos. Cuidado con los dulces y el champán, que sean unos días felices para todos vosotros.

8 comentarios:

  1. Explorador emotivo relato.
    Mi memoria a retrocedido a muchos años. Recogida de maiz, árboles repletos de cerezas, un estanque al que no me atrevía a acercarme demasiado y sobre todo una mesa enorme, allí habían risas, muchas conversaciones...ahora, faltan casi todos aquellos que nos juntábamos, yo era muy niña.

    Y la casa de esos encuentros era la de mis abuelos paternos.

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  2. Feliz Navidad !! Lástima haber leído la entrada tarde, me hubiera venido bien la advertencia sobre los dulces jejeje. Ah y Feliz Año nuevo, que no nos queda nada.

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  3. Me ha gustado mucho la historia y me ha traído muchos buenos recuerdos de la vida en el campo.

    Yo me crié en casa de mis abuelos maternos. Aquella fue mi casa hasta los 8 años. No debió haberlo sido según los planes de mis padres pero terminó siéndolo por culpa de una circunstancia negativa que tuvo una consecuencia positiva en mí.

    Yo viví mis 6 primeros meses de vida en la ciudad, en el gran Bilbao, en un piso que se habían comprado mis padres. Aquello iba a ser nuestra casa, pero tras sólo 6 meses de vida para mí, y dos años de casados para mis padres, tuvimos que instalarnos en el caserío de mis abuelos maternos porque mi abuela enfermó de cáncer y como mis otros tíos son mayores que mi madre y llevaban más tiempo fuera, pues mi madre fue la más joven y la última en idnependizarse, y decidió ser la que se hiciera cargo del cuidado de mi abuela en esos momentos. Así que nos instalamos en su caserio de forma permanente, al menos mientras durase la enfermedad de mi abuela.

    Mi abuela duró año y medio o así y murió. Al morirse, mis padres tomaron la decisión de no volvernos a nuestro piso y quedarnos allí en el caserio con mi abuelo que se había quedado sólo y, claro, no sabía ni cocinar un huevo frito. Mi madre trabajaba fuera de casa desde los 18 años, pero sacrificó sus horarios para hacerselo todo a mi abuelo. Siguió trabajando fuera de casa 8 horas diarias, además de en casa con un niño pequeño que era yo y mi abuelo que era peor que un niño pequeño.

    Esa situación llevó a mi madre a tomar la decisión de no tener más hijos, que yo fuese hijo único, porque no tenía tiempo material para ocuparse de otro niño pequeño. Siempre me lamenté de eso. Si lo de mi abuela no hubiera ocurrido, probablemente yo hubiera tenido hermanitos. Pero también hubiera sido un niño criado en la ciudad. En cambio, gracias a eso fui un niño que creió en el campo, en contacto con la naturaleza, en un lugar donde todos nos conocíamos y donde las puertas de los caseríos solían estar todo el día abiertas. Allí la calle, el campo, era una extensión más del hogar. No sólo la casa era el hogar, todo formaba parte de tu hogar. No he conocido ninguna sociedad más libre y feliz, al mismo tiempo que limitada, que aquella....

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  4. ... No teníamos lujos, había ratones en la cocina y ratas en el camarote y la cuadra, la casa se caía a pedazos, la tele se veía mal porque la antena fallaba, no había calefacción y los pasillos y las habitaciones estaban siempre frías, pero la cocina muy caliente. Todo eso hacía que la vida dentro de casa resutlase algo limitante, al ser la cocina el centro de todo, donde se comía, donde se hablaba, dodne se veía la tele, donde se jugaba, donde se hacían los deberes de clase, etc. Esa necesidad de compartir el calor de una sóla habitación nos llevaba a compartirlo casi todo, a estar más en contacto los unos con los otros, y también a alcanzar la felicidad a partir de los pequeñísimos detalles.

    Y doy gracias a dios por haber tenido la oportunidad de haber crecido en ese ambiente que sin duda ha marcado mi personalidad y mi forma de ver la vida. Después inevitablemente tuvimos que trasladarnos y eso fue un trauma para mí, me costó horrores adaptarme a un mundo diferente, a una forma de vida más urbana en la que nada era tan sencillo y natural como antes. Sufrí pero me alegro de haber crecido en el campo porque sé que toda esa experiencia, incluído el traumático cambio posterior, me hizo una persona más sensible, más humana y más especial.

    Luego ya a partir de los 8 o 9 años volvíamos allí sólo en contadas ocasiones, como las navidades, para reunirnos toda la familia, en una casa ya vieja que solía estar helada por no haberse encendido el fuego en todo el año. Ya nada era lo mismo y así hasta que la familia vendió aquella casa, y ahora, allí hay como un millón de chaletes unos encima de otros. Todo está cambiado, ya no es el lugar de cuento que era.

    Lo más curioso de todo es que viviendo ahora más gente que antes allí, la plaza del pueblo está siempre vacía, no se ve un sólo niño andando en bici por los caminos que conducen hasta el bosque, ni bañándose en verano en el río. Y es que ahora sí hay muchos chaletes, y más familias que antes allí instaladas, pero la mayoría son gente de ciudad que compraron allí chaletes pero sólo van a dormir o a encerrarse en sus casas, porque la vida social la hacen en la ciudad, y los niños van a la escuela en la ciudad, y ni siquiera conocen ni disfrutan de todo lo que allí les rodea.

    Y nosotros que añoramos aquello y que amamos aquella forma de vida, tenemos que pasar nuestra existencia, incluídas las navidades ya, en bloques de pisos en los que no conoces ni al que vive 2 pisos más arriba. Y esa será la forma de vida que conocerán mis hijos. Algunos pensarán que no se pierden nada, porque es lo que ellos han vivido, pero yo que viví toda aquella maravillosa vida de libertad, naturaleza y espacios abiertos, sí seré consciente que se estarán perdiendo cosas esenciales para desarrollarse como personas.

    Echo de menos todo aquello. Y lo más triste es que tengo aquel lugar a 20 minutos en coche, pero es que aquello que yo conocí ya no existe ni allí. Estoy convencido de que sólo la muerte, dentro de muchos años, me devolverá allí. Me queda el consuelo de que seré enterrado allí y de algún modo entonces lograré revivir aquella vida aunque sea después de muerto.

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  5. Cualquier tiempo pasado... La verdad, es que tras leer este relato del jardín de la niñez, uno se pregunta qué tipo de navidades tiene. Siendo buenas, ya no tienen la magia de antaño.
    Me ha gustado muchísmo, gracias por compartirlo. Esta literatura limpia, de aparente sencillez, me encandila. Magnífico el contraste entre pasado y presente, entre lo esencial y lo moderno, que es lo que casi todos vivimos.

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  6. Estoooooo....como llego pelín tarde....

    ¡¡¡¡¡Feliz 2010!!!!!

    (pero de verdad, ¿eh?, que no quede en palabritas...)

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  7. Sencillez, honestidad y sinceridad. Me ha llegado al alma y, como al resto, me ha hecho evocar nostalgicamente mi niñez y las reuniones familiares. Muchas gracias por hacerme un ratito feliz.

    Saludos

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  8. Gracias CreatiBea, es más de lo que podría haber soñado hacer con una simple bitácora, así que se agradece en el alma. Un abrazo, y siéntete en tu casa, por favor. Bienvenida. :)

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